Según Jaime Garzón, famoso periodista asesinado por el paramilitarismo, la traducción al Wayú del artículo 12 de la Constitución Política Colombiana es: “Nadie podrá llevar por encima de su corazón a nadie ni hacerle mal en su persona aunque piense y diga diferente”. Al hacer esta referencia el periodista advertía que bastaba solo aprenderse y aplicar este mandato superior para salvar, digo yo, rescatar, a las futuras generaciones de colombianos, tenía toda la razón. Puedo recordar también que de pequeño mis padres me enseñaron que mis derechos terminan donde comienzan los de los demás y fue en el colegio donde, leyendo la Constitución Política, aprendí que el primero de los deberes de la persona y del ciudadano es el de respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios.[1]Es por eso que hoy estoy convencido de que el respeto es un derecho fundamental que, lamentablemente, cada día se incumple con más frecuencia.
La reciente contienda electoral que tuvo como resultado la elección del Congreso de la República, así como del Presidente y Vicepresidenta de la República, fue, a mi juicio, una de las más desagradables de las que se tenga memoria. Desde todas las orillas ideológicas hubo Insultos, ofensas, ataques personales y familiares, falsas noticias, mensajes tendenciosos que, aun sabiendo de su mendacidad, se sostuvieron como verdad y hoy son lo que ahora llaman “pos-verdad”. Vimos como, por ejemplo, a la entonces candidata vicepresidencial, una reconocida cantante colombiana publicó en sus redes un mensaje ofensivo que hacía clara alusión a su color de piel, un evidente discurso de odio racial hacia ella y toda la comunidad negra en nuestro país. Hace pocos días vimos cómo a una congresista mujer, valga el énfasis; en el marco de un debate de control político, otro congresista la intentó ridiculizar por su condición de mujer, usando para ellos expresiones misóginas, despectivas, insinuando incluso problemas psiquiátricos. Episodios como estos, cada vez son más frecuentes nuestro país. Pareciera que la sociedad se acostumbrara a irrespetarse, a ofenderse y no pasara nada. Mi percepción es que esto sucede cada vez con mayor frecuencia por tres razones: 1) Por el pésimo ejemplo que se recibe por parte de quienes lideran opinión, indistintamente desde la tribuna que lo hagan (políticos, servidores públicos, artistas, influencers, etc.). 2) Por el ejercicio abusivo que se hace de la libertad de opinión a través de las diferentes redes sociales que la masifican sin control. Y, 3) Por la poca eficacia que tienen las normas que deberían castigar el uso abusivo de la libertad de expresión.
Antes que sea mal interpretado y se tergiversen mis palabras. Reconozco, respeto y valoro el derecho a expresarse libremente, el de opinar de lo que sea sin que otro pueda condicionar cómo y sobre qué se hace. Esto es un absoluto que comparto y estimo valioso para una sociedad democrática. Es tanto así que es ese mismo derecho el que me permite escribir lo que ahora escribo sin tener que pedir permiso a nadie para hacerlo. Sin embargo, como puede verse en estas líneas, mi opinión la expreso con respeto, sin ofensa, sin vulgaridades, sin ridiculizar o maltratar a nadie y lo hago así porque soy un convencido de que la libertad de opinar encuentra su lindero, su frontera en el respeto debido por el otro, especialmente, por su patrimonio moral. Pensar, opinar o creer diferente, incluso ser distintos no nos da derecho a desconocer al quien no es como uno, es por eso que desde la constitución se ha dicho que todas las personas tienen derecho […] a su buen nombre[2] y además que se garantiza el derecho a la honra[3]. Es por ello que la Corte Constitucional, hace ya 20 años aclaró que el buen nombre se ha entendido como la reputación, o el concepto que de una persona tienen los demás y que se configura como derecho frente al detrimento que pueda sufrir como producto de expresiones ofensivas o injuriosas o informaciones falsas o tendenciosas. Agregó también que este derecho es uno de los más valiosos elementos del patrimonio moral y social y un factor intrínseco de la dignidad humana que a cada persona debe ser reconocida tanto por el Estado, como por la sociedad. De otra parte advirtió que la honra es un derecho que se deriva de su propia dignidad y que por lo tanto demanda la protección del Estado a partir de esa consideración de la dignidad de la persona humana. Y finalizó diciendo que este derecho consiste en la estimación que cada individuo hace de sí mismo, como, desde una perspectiva externa, el reconocimiento que los demás hacen de la dignidad de cada persona.[4]
En conclusión, un acuerdo en lo fundamental debería estar signado por un cese a las hostilidades del lenguaje a la hora de expresar nuestra opinión. Si queremos avanzar en caminos de paz, es esencial que todos, desde la posición que tengamos o en la condición en que nos encontremos, aportemos lo que nos corresponde. Ni el recinto del Capitolio Nacional, ni la tarima política, ni las redes sociales pueden ser el escenario desde el cual se acabe con el patrimonio moral de quien piensa diferente con el argumento de que se está (mal)ejerciendo el derecho a opinar libremente. Es por ello que no existe aquello del derecho a ofender – como algunos piensan-. En cambio, si existe el derecho fundamental a ser respetado en su vida, honra y bienes, creencias y demás derechos y libertades.[5]
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